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11 years agoon
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AdminINPor Tiberio C. Faria.
Miami, FL. Noviembre 20, 2013.- Esta leyenda de los indios piel roja, es una historia para compartir en familia durante Thanksgiving.
Hace unos seis siglos, cuando llegaron los primeros hombres blancos al territorio ocupado por los Estados Unidos en la búsqueda de nuevas tierras donde establecerse, encontraron que esos hombres de color cobrizo, ataviados con tejidos multicolores y exóticos adornos, no eran “salvajes” como los habían catalogado en un principio.
Eran naciones autónomas. Dentro de cada uno de sus idiomas, tenían gran orgullo en su “desempeño” frente al “Gran Espíritu”, que era el Maestro de los cielos, de las tierras y de todas las criaturas de la creación. Ellos creían que gracias a él, todos ellos con sus diferencias, tenían las grandes praderas con abundante pesca y cacería, en el enorme jardín donde los había colocado Manitú.
En un principio, Manitú había establecido la Tierra con todos los diferentes ambientes donde colocó ríos, lagos, montañas y valles. Luego les dio iluminación con un sol – que era el reloj principal para marcar los cambios de estación- y con la luna, que servía de pequeño reloj para marcar el paso de los meses y las mareas.
Después de todo este trabajo, Manitú se tomó un descanso en el cual se dedicó a soñar y cuando se despertó, encontró que los diferentes jardines que había creado, estaban llenos de los mas diversos tipos de vegetación, con pequeños y grandes frutos variados, arbustos y enormes árboles, en algunos de los cuales vivían criaturas que caminaban o volaban por los aires, cubiertas con pelo o plumas. También habían las que caminaban en cuatro patas, que se comían las plantas que crecían cerca de los distintos suelos o que se los comían a ellos cuando rugían.
Pero Manitú pensó que hacía falta un eslabón más en la cadena de la vida, alguien que le diera un cierto orden y propósito a todo el producto de la creación. Así que se fue hasta el primer jardín, donde estaban las criaturas más grandes, mas hermosas, y con barro que saco de la tierra, fabricó un hornito dentro del cual colocó un poco de lodo que moldeó, con lo que en ese momento se le ocurrió que podría ser el guía de todas las otras criaturas.
Colocando un poco de leña bien seca en el horno, Manitú lo puso a funcionar con el fuego que sacó de una tormenta que pasaba en ese momento. Se sentó a descansar y esperar el producto de su infinita imaginación.
Un rato después, se despertó sobresaltado pues había estado adormilado. El muñequito se había pasado un poco y salió del horno con mucho cocimiento. Le dio el aliento divino y lo dejó en ese jardín para que creciera junto con las magnificas criaturas que allí habitaban.
Luego, Manitú se fue al segundo jardín, el cual se extendía hasta los ríos helados y donde normalmente hacia mucho frio. Allí construyó otro hornito, donde colocó un poco de leña menos seca – para que no tuviera tanto calor – lo prendió con el fuego de otra tormenta que sacó de una nube y fabricó otro muñequito. Colocándolo en el horno, estuvo muy atento del proceso, y cuando sintió que había pasado suficiente tiempo, saco a su segundo hijo, el cual lucia muy bien, pero no tenia suficiente cocimiento, y salió totalmente blanco y pálido. Manitú le dio el hálito de vida que se trajo del sur, dejando a su segundo hijo en ese jardín y siguió recorriendo los paisajes de su planeta favorito.
Llegó al tercer jardín y después de pasar sobre los más altos montes del planeta, llenos de hielo por arriba, se estableció cerca de unos grandes ríos y construyó su tercer horno, en el cual puso muchas hierbas secas para fabricar su tercer muñequito. Para evitar que saliera todo pálido, lo cubrió con aceite que sacó de algunas semillas que habían en la vecindad.
Lo colocó en el horno y al sacarlo se dio cuenta que con el aceite y el calor, el muñequito había tomado una tonalidad demasiado amarilla, pero le gustó el color, por lo que le dio el hálito de vida y siguió su camino.
Manitú legó al otro jardín, el que tenía dos Aguas Grandes, una en cada lado, y un largo río en el medio. Este jardín estaba lleno de criaturas que corrían por las praderas,y en el piedemonte de las grandes montañas construyó su cuarto horno.
Cuando hizo su cuarto hijo, lo hizo con mucho cuidado y lo cubrió con aceite y zumo de frutas. Luego le quito todo el aceite que sobraba, y al final lo colocó en el horno donde acomodó, con piedras negras, la leña con la cual controlaría el calor.
Manitú estuvo bien pendiente de sacar su cuarto hijo justo al momento en que estaba bien hecho. Salió de un color cobrizo – bronce perfecto, como el lo quería y sacándolo del horno, le dio el hálito divino y le ordenó cultivar el cuarto jardín que era muy grande y en el cual tendría mucho por hacer.
Pasaron muchas lunas y muchos turnos del sol, y los descendientes del cuarto hijo se habían desarrollado en docenas de naciones organizadas con bravos guerreros y bellas doncellas, con quienes levantaron muchas familias y se establecieron en todas partes del jardín entre las dos aguas.
Lunas después, a bordo de un barco grande, llegaron algunos de los descendientes del segundo hijo quienes tenían las caras pálidas, y al arribar se establecieron en partes del cuarto jardín.
Cuando ya comenzaban a estar manteniendo su parte del jardín con mucho esfuerzo por lo inclemente del clima y la falta de conocimiento de la tierra que los acogió, los bronceados hijos de Manitú, invitaron a sus hermanos cara-pálidas, a celebrar al Gran Padre, y hacer una reunión de Acción de Gracias, compartiendo los frutos de la tierra y con augurios de una vida en común en paz entre hermanos, en el ultimo jardín del “Gran Espíritu”, Manitú.
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